Por favor, lean este pasaje antes.
Mis hermanas y hermanos,
En el evangelio de hoy, Jesús habla, primero a su Padre, después a nosotros.
Da gracias a su Padre porque su Padre mostró su preocupación para los pequeños.
Eso es lo que el Padre usualmente hace. Los antiguos israelitas vivían en una tierra entre dos países Egipto y Mesopotamia. Dios eligió a Israel para recibir la revelación especial de su palabra. Dios los sostenía a los israelitas sin embargo ellos vivían entre hambrunas, por viajes, por exilios, y por gobernantes opresivos y extranjeros. A Israel, Dios mandó a Jesús para que por la humildad del nacimiento en Oriente Medio Dios puede salvar a todas las naciones.
Nadie puede ver a Dios; Dios es invisible. Este Dios invisible se hizo carne para que pudiéramos ver la verdad de Dios visible.
En las familias humanas, los padres heredan a sus hijos sus semejanzas y los niños reflejan las semejanzas de sus padres. En las familias humanas, los padres y los hijos son parecidos en sus palabras, en su andar, y en su interacción con los demás. En las familias humanas, vemos fácilmente las semejanzas familiares.
Es lo mismo con la familia divina. El Padre genera en el Hijo y una relación tan perfecta que el ver al Padre es ver al Hijo, y viceversa. “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sine el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.” Tenemos nota que si conocemos al Padre es porque el Hijo ha decidido a revelarsenos, no es porque nosotros hemos elegido conocer al Padre. Los que están fatigados y agobiados, los pequeños, los pobres, y los repudiados por los ricos, son los a quienes Cristo quiso revelar al Padre.